miércoles, 3 de febrero de 2010

UNA MAÑANA EN EL CEMENTERIO

El cura de mediana edad y pelo recién cortado espera con la Biblia y ambas manos cruzadas sobre ella. Esta parado al costado de la pequeña sacristía del cementerio, una mini reproducción de una iglesia. Espera el turno de entrada del próximo cajón, dirá unas palabras, se las dedicará a los familiares del muerto. Como la rutina de cualquier trabajador hoy le toca el cementerio. Quizás le toca todos los días, o quizás cada tantas mañanas. Tal vez lo intercala con alguna otra misa o clases de catecismo.
El cajón con ayuda de ocho de los hombres del cortejo, se apoya en un pedestal destinado a él exclusivamente en el interior y medio de la sala, y a su alrededor lo escoltan de pie los allegados, esperan ansiosos de esas palabras tan necesitadas que el cura les ofrendará en una mañana de despedida y de muerte. El cura abandona el rincón y da unos pasitos al frente deteniéndose en una de las cabeceras del cajón. Pide un rezo y luego sus palabras se abren paso.
_Voy a contarles una historia personal, titula.
_Hace unos meses tuve la desgracia de perder a mi padre, bueno…, por un lado la desgracia y por el otro lado la dicha, porque a partir de su muerte pude valorar ciertos rasgos de él que no sabía tener en cuenta. Y esto me hizo crecer y pensar de manera diferente sobre la vida y resaltar los valores del morir. Y en esta última nochebuena, estando juntos con mi madre, era la primera que pasábamos sin mi padre, ella se me acercó bastante acongojada y con los ojos brillosos me pregunto: _Marcelo, vos que sos cura...como pensas que es el cielo?
Y yo le respondí:_ Mira vieja, para mi el cielo es como una gran raviolada, está puesta la mesa y todos están sentados alrededor, están los tios, esta el abuelo en la cabecera y ahora también llegó papá y todos están felices y contentos esperando para echar los ravioles y comer todos juntos. También nos esperan a nosotros y también a...

y dejó mezclar el nombre de la reciente muerta que yacía presente en el cajón rodeada por sus parientes, participando de algún modo en este monologo que la invitaba a ser parte de una raviolada en el cielo.

...Elisa que esta llegando ahora...y...

Me encontraba parada casi al final de la congregación de gente en esa pequeña sacristía del cementerio, había llegado para acompañar a mi amigo, el hijo de la muerta, Elisa, a la que se refería el cura, pero mi presencia se limitaba a permanecer a un costado, un poco retirada del grueso de publico tristón, por respeto a la muerta a quien había visto solo dos veces, y dejándoles el paso a los que de veras habrían compartido con ella la vida toda.
Veía esa raviolada en el cielo como aquellos murales pintados en las iglesias, la gran escena sucediendo entre las nubes, una mesa bien larga e italiana repleta de fuentes de porcelana gruesa con tapas y una incitante variedad de salsas con aroma a tomates y pesto. Los brazos repartiéndose los platos cargados y humeando, sonidos a cubiertos espadándose en el aire, gestos de carcajadas sin audio y un poco alejada de la mesa la arcada de una puerta imponente y maciza decorada con ligustros verdes y ramilletes de flores blancas de inmensos perfumes, por donde ingresarían los últimos muertos de la vida a participar de la raviolada. Me costaba en este punto imaginar la llegada de Elisa en las puertas del cielo, ese cuerpo que descansaba adelante nuestro en el interior del cajón color caoba y brillante, que hubiese flotado hasta allí animado por los aromas de los ravioles ya listos, con el tenedor en la mano o la servilleta enganchada del cuello. Me era difícil ubicarla en esa panacea de panes, postres y tucos. Y como habría subido, desnuda? vestida? y porque compartía la mesa con el papa del cura? Pero la respuesta a esta pregunta era fácil de responder, porque para el cura éramos todos hermanos y el cielo y la eternidad no distingue familias, ni apellidos y genéticas distintas, todos iguales al polvo vamos. O a la raviolada llegamos.

...y entonces aplaudamos fuerte todos a Elisa que esta entrando ahora..., y se dejo escuchar un imperioso clamor de manos golpeándose tan fuerte como podían para dejar salir toda la angustia contenida de horas de velorio y café negro. E inclinándose beso el cajón y poso su mano, casi como si la estuviera tocando por primera o por ultima vez y mirándolo fijo le dijo: _ Elisa, podés ir en paz.