Apenas ida la escarcha por la mañana, subir la cuesta con los vidrios todavía empañados, husmear por los desconocidos senderos del camino metiéndose en el zigzag del cerro, hacia un lado y hacia el otro, con las ventanas bajas; cosa de que el perfume de los naranjos se cuele y el oír sordo de las flexibles ramas pegando unas contra otras la relajen.
Era viable llegada la noche, acomodarse al borde del camino, acurrucarse de cualquier manera en el asiento largo de atrás del auto rojo, con las piernas algo estiradas cuando la luna se viese en lo mas alto de la noche entrada. Observarla desde el interior del auto, con la cabeza recostada en la pila de ropa que hiciera de almohada, con la radio apenas y los párpados casi cerrados esperando que nada ni nadie aparecieran. Desplegar la manta rosada y limpia de la mochila entrando en los sueños tras el compás de los cálidos aires del noroeste; hasta recibir sin conciencia la luz del amanecer estallando sin compasión en sus ojos dormidos. Y apenas el día comenzara, cuando el coro de alegres pajarillos entonara al unísono sus voces, emprender de nuevo la aventura.
Tomó las llaves del auto en el lobby del hotel. Antes de subirse al vehículo chequeó los golpes que ya traía y registró rayón, golpe pequeño, cascado en el vidrio, raspado de llave en la puerta delantera.
Subió al auto con el tanque lleno y con la autorización del uso del kilometraje ilimitado ydedujo rápidamente como salir de la ciudad; doblando primero a la izquierda y otra vez a la izquierda. Desde allí hacia la avenida hasta chocarse con la empalizada blanca donde a la fuerza tendría que volver a doblar para retomar la calle, que del otro lado se hacia de dos manos; un boulevard de trafico surtido y árboles que algo frondosos invitaban primaverales. Y por allí derecho, hasta que desembocara de una sola vez en la base del cerro.
Desconociendo lo que la esperaba mas allá, y sin tomar en cuenta el posible calor de la jornada, se lamento por primera vez de no haber pensado en la importancia de tener una compañía para el trayecto. Apenas había avanzado unos pocos kilómetros cuando hizo la primera parada. Mientras se refrescaba la cara y se untaba slos brazos con el agua helada de la cascada que bajaba desde la montaña casi sobre el camino, se sobresaltaba -sin quererlo- por si acaso algo o alguien la estuviera acechando, mientras esperaba que al destapar su cara de las manos húmedas, no hubiese ningún espécimen humano o animal dispuesto a atacarla.
No sabia cuanto le tomaría el recorrido, porque parte del plan significaba no tener de antemano datos muy precisos, cosa de que sorprenderse fuera el mayor descubrimiento del periplo; pero a medida que el camino se iba haciendo angosto y se poblaba de recovecos imprecisos donde apenas se divisaba la llegada de otro vehículo que viniera por la mano contraria, se estremecía por haberse creído capaz de esta aventura.
No podía haber tenido en cuenta que a cada tantos tramos de recorrido se encontraría con precarios letreros que anunciaban “zona en construcción” y que el casi indistinguible asfalto se convertía en un ripio duro, seco y polvoriento dispuesto a levantar algún pedregullo que detonaría feliz sobre el parabrisas radiante del auto de alquiler.
Tampoco podía tener bajo control la posibilidad de pinchar algún neumático, considerar detenerse y rebuscárselas para cambiarlo sola, al costado de la ruta donde apenas si cabían dos autos en el caso de que uno fuese y otro viniese. Y que cada vez que esto pasaba había que ajustar filosamente la dirección del manubrio para que el espejito del contrincante no chocara con el propio. No concebía la idea - y rogaba a Dios que no pasase- verse acuclillada, intentando en vano cambiarlo y que por una de esas su cuerpo no llegara a reconocerse a la distancia y fuese envestido por algún conductor distraído que no reparase en ella haciendo magia con el auxilio.
Deseaba llevarse recuerdos de su inolvidable tarde y con ese fin llevaba a cuestas su cámara de fotos. Sin medir el peligro estiraba el brazo hasta más no poder por fuera de la ventanilla dejando por unos segundos libre el volante, y obturaba para obtener, aunque movidos, los paisajes que la rodeaban, arbustos de hojas rosadas que lograban un contraste con el horizonte de azules cumbres iluminadas que siempre salían torcidas.
Salir de la ciudad no había sido un plan tan simple, aunque en sus pensamientos se alojaran intensiones juveniles, sus dudas la paralizaban y el cuerpo no le rendía. La tarde de después de mediodía le sugería una siesta donde apoyar la espalda ya dolorida. Una cama con sabanas limpias y buenas frazadas era todo lo que pedía.
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