"En tanta ciudad ni una mirada de paz" _ pensó mientras a sus espaldas el mozo se acercaba a la cortina de hierro y le decía a un hombre cualquiera: _No, recién abrimos a las nueve.
A él lo dejaban entrar junto con los mozos aunque aún no estuviera abierto el bar, porque lo conocían desde hace años y su presencia no molestaba. Su pretensión comprendía una taza de café caliente y tener el lujo de estar entretelones, el único civil entre todos los mozos, antes de que el bar quedara abierto, como si fuera un artista tras los camarines esperando la entrada de su público.
El no tenía mucho que hacer, se dedicaba a observar por la ventana del bar.
Siempre la misma ventana, siempre el mismo café.
Sus pensamientos se registraban en su cabeza como frases hechas, se le presentaban como los titulares de los diarios:
"El fervoroso sol plasma el acabado perfecto que la ciudad le pide al nuevo día"
"Transeúntes buscan objetivos que sus cabezas persiguen como reliquias"
"Adolescentes chinos se pasean con vasos de café de plástico"
Y a medida que las horas pasaban las frases hechas se iban desvirtuando haciéndose algo más complejas:
"Las primeras bocinas alertan sensores y avivan deseos, promueven risas, encajan pasos en baldosas flojas"
"En la vereda de enfrente se divisa una metódica escoba que recoge papeles de anoche"
" Manojo de perros se acogota por llegar a la plaza de la esquina".
Y cada dos por tres se arrepentía de lo que pensaba, _¿porqué pongo atención en unos perros que se desbocaban por hacer pis en los árboles?, pero no podía evitarlo.
"Muchos llamados son cursados en celulares", y cuantificaba a la gente que andaba ya con el teléfono móvil en la oreja.
"Cigarrillos fueron encendidos, flores han sido compradas"
Y seguía como un rosario todo lo que iba pasando por delante de sus ojos y su taza de café que la iban rellenando los mozos a medida que se la iba acabando. Y las frases continuaban:
"Padre nervioso zamarrea niña dormida"
"Dúo de jóvenes sospechosos carga intensas vivencias en los ojos"
"Señoras con cartera y bolsita llegan apuradas a los puestos de trabajo"
Estaba por salírsele un nuevo pensamiento que empezaba con:
_" Desde aquel viejo autobús alguien ..., cuando notó que una persona que salía del autobús en la vereda de enfrente iba directamente a su encuentro, venía veloz a buscarlo y llevárselo con apuro y le decía:
_Señor Mascardi!, al fin lo encuentro! Apúrese que lo llevamos! El contingente lo está esperando en el hotel. Todo está listo para comenzar su conferencia!
Evidentemente lo había confundido. Pero no se amedrentó y se dejó llevar por el confundido organizador. Hoy se haría pasar por el señor Mascardi y daría una conferencia porque así el destino se le había ofrecido.
Al rato se encontraba en el salón meeting del hotel a punto de comenzar su charla para unos empresarios recién levantados. No tuvo pudor, se adelantó al estrado sin tener noción de qué hablar pero se dejó llevar y arrancó:
_"Lo verdadero llama a lo verdadero. Al mirar el mar nos regocijamos con su inmensidad, con su sonido, con su furioso equilibrio, la belleza de su infinita soltura repercute en nosotros y nos volvemos más sanos, más libres, más humanos. Vinimos aquí y esto tiene una razón, salirnos de nuestro entorno y observarnos, dejar de ser los que siempre fuimos y vernos en otro contexto..."
Y continuaba su discurso en forma contundente y con sus palabras notaba que a algunos confortaba y que otros se dispersaban hacia la mesa de los sandwichitos, pero no vacilaba y continuaba:
_"Así como en la urbe todo urge, en el pasto todo es paz...."
Y sin saber qué era lo que se esperaba de él ni del error de que estuviera frente tanto público comenzó a sentir los primeros aplausos que daban paso a nuevas frases que salían de su boca como si hubieran estado esperando en fila por años para ser escuchadas y el fervor crecía con atención hacia su sabiduría mundana que, como un autodidacta del pensar y del café, había aprendido de tanto observar.
viernes, 26 de diciembre de 2008
miércoles, 24 de diciembre de 2008
El ingeniero Huergo
El Ingeniero Huergo tiene una casa en las sierras de Córdoba. Es una casa hecha de gigantes formaciones de piedra de varios siglos atrás en un paisaje imponente del recoveco de la elite cordobesa.
El Ingeniero Huergo está casado y tiene una familia envidiable, su señora jovial le hace juego y juntos reciben visitas en la gran sala de la suntuosa casa de piedra. Los ágapes tienen lugar alrededor del piano de cola y la soltura para servir vasos de whisky los mantiene a pura farra. Los hijos son jóvenes y llevan amigos y los más grandes y los más viejos se vuelven una sola generación alrededor del piano y del bar. La vida es feliz y no falta nada.
Ese fin de semana lo había pasado en la casa de los Huergo. Yo apenas los conocía, pero eso no quería decir nada, porque todo se volvía muy llevadero en compañía de ellos. Me habían pedido el extraño favor de que viajara a Córdoba desde Buenos Aires llevándoles una gran cantidad de dinero que no podían hacer llegar y que tenían urgencia de tenerla. Por tal motivo yo había estado de apuro en una joyería del Once hablando en código con unas personas desconocidas que finalmente me dieron un bolso lleno de billetes, algo así como veintemil dólares.
Directo al taxi y al aeroparque y al avión y al remis que me dejó en la mansión de piedra del Ingeniero Huergo y familia.
La situación era poco común, pero a mí me daba felicidad ese viaje de veinticuatro horas con una misión bien frugal y expeditiva, me hacía sentir como una mafiosa magnate de primer nivel.
Después de la bienvenida con traspaso de dinero y del tradicional asado del domingo salí a dar una vuelta por los alrededores y descubrí una pileta también de piedra en un desnivel del frondoso jardín autóctono de otros tiempos.
Subí al cuarto que me habían prestado y me puse la malla para nadar. Me zambullí en el agua fresca y al poco rato descubrí que tenía compañía en la piscina. Era la presencia del ingeniero que a cara mojada parecía otra persona, más algo y menos algo que antes. Tuve una sensación extraña, a pesar de no estar haciendo nada fuera de lugar, pero su inesperada aparición me causo tensión y salí del agua.
La pieza asignada era en el altillo de la mansión y allí pasé la noche calurosa del verano con poca ropa y la ventana abierta para que el viento pudiera correr. A la mañana temprano me llevaron al aeropuerto.
Pocos días después un llamado del ingeniero en mi celular me ofrecía tomar una copa en la Recoleta. Era una invitación que no podía rechazar en este esquema de posibles puntas laborales. Nos juntamos en un bar y luego pasamos al restaurante de la misma cuadra. Pronto sospeché estar siendo parte de una situación que no había contemplado; el restaurante con su luz tenue parecía envolvernos y al trato con los camareros funcionábamos como una pareja donde yo era una parte muy joven y él no.
El mozo nos sugería ocupar la mesa en el sitio más resguardado, como si el ingeniero con su mirada complaciente le estuviera rogando privacidad a mis espaldas.
Al momento del postre mi supuesta percepción se hizo realidad cuando él levantó del recipiente la cuchara con una frutilla bañada en crema y quiso que yo la comiera de su mano. Lo hice pensando que era peor tratar de frenarlo, pero intenté no tener ningún ademán erótico y mastiqué bien fuerte rompiendo toda posibilidad de magia sensual.
El ingeniero finalmente aseguró mis sospechas contándome cómo aquel domingo había custodiado mis sueños desde la escalera que daba al altillo, mientras yo dormía él se desvestía por la excitación que le causaba mi cuerpo casi desnudo enredado entre las sábanas.
Ahora era un hombre con precisas intenciones frente a mí, quería mostrarse un hombre enamorado cuya finalidad era convencerme de que una relación entre nosotros era posible.
Sus relatos caían sobre la mesa como un abanico de perversiones sin medir.
Había salido de su casa al alba en el Audi negro y manejado hasta Buenos Aires a 160 km. por hora, la música suave y brasilera lo hacía imaginarme estirada sobre el piano de cola de su sala.
Quería preservar esta doble vida que se mecía entre su feliz familia de las sierras y su universo de fiesta de hotel con salmón rosado y champagne de la que pretendía hacerme parte.
Quería ofrecerme todo en oposición a su vida corriente.
Moría por presentarme entre los otros, aquellos con los que mantenía alguna charla eventual en el lobby para que supieran que él quizás era el próximo en tocar con sus manos gruesas y calientes mi jovencísimo cuerpo blanco.
El Ingeniero Huergo está casado y tiene una familia envidiable, su señora jovial le hace juego y juntos reciben visitas en la gran sala de la suntuosa casa de piedra. Los ágapes tienen lugar alrededor del piano de cola y la soltura para servir vasos de whisky los mantiene a pura farra. Los hijos son jóvenes y llevan amigos y los más grandes y los más viejos se vuelven una sola generación alrededor del piano y del bar. La vida es feliz y no falta nada.
Ese fin de semana lo había pasado en la casa de los Huergo. Yo apenas los conocía, pero eso no quería decir nada, porque todo se volvía muy llevadero en compañía de ellos. Me habían pedido el extraño favor de que viajara a Córdoba desde Buenos Aires llevándoles una gran cantidad de dinero que no podían hacer llegar y que tenían urgencia de tenerla. Por tal motivo yo había estado de apuro en una joyería del Once hablando en código con unas personas desconocidas que finalmente me dieron un bolso lleno de billetes, algo así como veintemil dólares.
Directo al taxi y al aeroparque y al avión y al remis que me dejó en la mansión de piedra del Ingeniero Huergo y familia.
La situación era poco común, pero a mí me daba felicidad ese viaje de veinticuatro horas con una misión bien frugal y expeditiva, me hacía sentir como una mafiosa magnate de primer nivel.
Después de la bienvenida con traspaso de dinero y del tradicional asado del domingo salí a dar una vuelta por los alrededores y descubrí una pileta también de piedra en un desnivel del frondoso jardín autóctono de otros tiempos.
Subí al cuarto que me habían prestado y me puse la malla para nadar. Me zambullí en el agua fresca y al poco rato descubrí que tenía compañía en la piscina. Era la presencia del ingeniero que a cara mojada parecía otra persona, más algo y menos algo que antes. Tuve una sensación extraña, a pesar de no estar haciendo nada fuera de lugar, pero su inesperada aparición me causo tensión y salí del agua.
La pieza asignada era en el altillo de la mansión y allí pasé la noche calurosa del verano con poca ropa y la ventana abierta para que el viento pudiera correr. A la mañana temprano me llevaron al aeropuerto.
Pocos días después un llamado del ingeniero en mi celular me ofrecía tomar una copa en la Recoleta. Era una invitación que no podía rechazar en este esquema de posibles puntas laborales. Nos juntamos en un bar y luego pasamos al restaurante de la misma cuadra. Pronto sospeché estar siendo parte de una situación que no había contemplado; el restaurante con su luz tenue parecía envolvernos y al trato con los camareros funcionábamos como una pareja donde yo era una parte muy joven y él no.
El mozo nos sugería ocupar la mesa en el sitio más resguardado, como si el ingeniero con su mirada complaciente le estuviera rogando privacidad a mis espaldas.
Al momento del postre mi supuesta percepción se hizo realidad cuando él levantó del recipiente la cuchara con una frutilla bañada en crema y quiso que yo la comiera de su mano. Lo hice pensando que era peor tratar de frenarlo, pero intenté no tener ningún ademán erótico y mastiqué bien fuerte rompiendo toda posibilidad de magia sensual.
El ingeniero finalmente aseguró mis sospechas contándome cómo aquel domingo había custodiado mis sueños desde la escalera que daba al altillo, mientras yo dormía él se desvestía por la excitación que le causaba mi cuerpo casi desnudo enredado entre las sábanas.
Ahora era un hombre con precisas intenciones frente a mí, quería mostrarse un hombre enamorado cuya finalidad era convencerme de que una relación entre nosotros era posible.
Sus relatos caían sobre la mesa como un abanico de perversiones sin medir.
Había salido de su casa al alba en el Audi negro y manejado hasta Buenos Aires a 160 km. por hora, la música suave y brasilera lo hacía imaginarme estirada sobre el piano de cola de su sala.
Quería preservar esta doble vida que se mecía entre su feliz familia de las sierras y su universo de fiesta de hotel con salmón rosado y champagne de la que pretendía hacerme parte.
Quería ofrecerme todo en oposición a su vida corriente.
Moría por presentarme entre los otros, aquellos con los que mantenía alguna charla eventual en el lobby para que supieran que él quizás era el próximo en tocar con sus manos gruesas y calientes mi jovencísimo cuerpo blanco.
martes, 23 de diciembre de 2008
Recuerdos en dos vidas
Habíamos pasado gran parte del tiempo imaginándonos que éramos capaces de volver aunque sea por un día, decíamos:_que el avión aterrice, nos tomamos el 86 que va para el centro, caminamos hasta Corrientes, nos metemos en La Giralda, nos pedimos un tostado y de nuevo el 86 a Ezeiza y nos volvemos.
Todo lo que podíamos esbozar era poco respecto del recuerdo que conservábamos.
A veces nos distraíamos elaborando una especie de ranking que comenzaba con las milanesas finitas con puré de papas pasando por los húmedos sándwiches de miga, o desde los buñuelitos de acelga expuestos en la campana de cualquier bar hasta la medialuna de jamón y queso del Florida Garden, pasando al sabor de la medialuna en general y de alguna en particular, las muy finitas de la Colón o las embadurnadas con manteca azucarada del Piazza del Congreso.
Lo del asado era un capitulo aparte, la rivalidad se disputaba entre la tira y las mollejas bien doraditas y crocantes, las mismas que se magnificaban en el recuerdo de un sol estrellado en el cielo azul del gran Buenos Aires, de las quintas con duraznos en almíbar con restos de hojas y palitos que vuelan al plato.
El sonido de los pájaros de paz y de las misteriosas chicharras a la hora de la siesta a la sombra, mientras a lo lejos, en el quincho las risotadas, las que parecía que escucháramos hasta a miles de años de distancia.
Como si todo por allí se viviera en otra dimensión, o simplemente fuera de verdad, los colores re contra intensos, la carne de carne, el sabor real de los tomates súper masticables, colorados y jugosos como las naranjas y las pesadas y enormes sandias partidas al medio como juguetes.
Incluso en el recuerdo las caras de la gente se veían con otra pasión, re significadas por sus mismas arrugas, expuestas de frente con sus ojeras sin nada de tratamientos ni nutritivos. Caras al fin del cono sur, con todo. Como nuestros sentimientos que también allí se volvían auténticos, donde nos enamorábamos y nos dábamos la cabeza contra la pared.
Otras veces con nombrar solo una palabra abríamos un juego que duraba toda la tarde. Chinchilla, locro, matapiojos, delantal abrochado atrás, boleto de colectivo, cigarrillo 43 70, repasador, caja de tizas, trapo de piso, pela papas…
Estar lejos era un paréntesis en nuestras vidas, que amenizábamos dejándonos ir en memorias. Otras veces armábamos recorridos mentales tele trasportándonos entre las calles:_ vamos por Junín a la altura de Juncal, ahí donde se corta llegando a Santa Fe, y ahora por Belgrano hacia el bajo y doblamos a la izquierda hacia la Plaza de Mayo y sentimos la curva entre medio de los bulevares finitos con postes de cemento y luces gigantes de altos... Pero por suerte no hay mucho tráfico porque es sábado a la tarde y es primavera y por la ventana baja entra un aire fresco, el mismo que mas al sur para el lado de La Boca otros toman en camiseta con las sillas en la vereda y las medias puestas en las chancletas y los perros de nadie que son de todos.
Entonces girábamos la conversación hacia esa cualidad de los perros, que nunca fueron ni serán declarados. Extrañábamos justamente la sensación de vivir entre toda esa gente sin nombre que hace a la cosa. Nuestras añoranzas nos daban la contención que no teníamos. Como si nos hubiésemos dejado de prestado por un largo tiempo a otro mundo para que en nosotros afloraran los verdaderos sentimientos de los que estábamos constituidos, de saber por fin de donde veníamos, nuestros legítimos gustos e intereses, la esencia de ser de allí y de paso advertirnos de no pertenecer a lo que nos rodeaba.
Cuantas veces habíamos fantaseado con hacer las valijas e irnos, dejar todo: _Acá no se puede vivir!, maldecíamos.
Habíamos soñado durante tanto tiempo con el día en que cerrábamos la puerta para siempre para irnos al mundo que funciona, donde no hubiese deshechos en todos los puntos a la vista y las cosas se vieran limpias. Donde pisar con los zapatos en la calle no significaba meter el pie en un charco patinozo de barro con restos de asfalto viejo. Donde por teléfonos que andaban la gente atendía con respeto.
Nos aguábamos la boca imaginándonos el día en que pediríamos el remise que nos llevara a Ezeiza y amaneceríamos al siguiente día sobrevolando las ilusionadas casitas dispuestas en perfectos lotes, que dejaban para siempre atrás a la majestuosa villa de la que nadie se hacia cargo, con los jamás cuantificados techitos de chapas; infames maquetas hechas en un jardín de infantes de androides con los clavos sobresalidos como si fueran gritos de espanto.
Todo lo que podíamos esbozar era poco respecto del recuerdo que conservábamos.
A veces nos distraíamos elaborando una especie de ranking que comenzaba con las milanesas finitas con puré de papas pasando por los húmedos sándwiches de miga, o desde los buñuelitos de acelga expuestos en la campana de cualquier bar hasta la medialuna de jamón y queso del Florida Garden, pasando al sabor de la medialuna en general y de alguna en particular, las muy finitas de la Colón o las embadurnadas con manteca azucarada del Piazza del Congreso.
Lo del asado era un capitulo aparte, la rivalidad se disputaba entre la tira y las mollejas bien doraditas y crocantes, las mismas que se magnificaban en el recuerdo de un sol estrellado en el cielo azul del gran Buenos Aires, de las quintas con duraznos en almíbar con restos de hojas y palitos que vuelan al plato.
El sonido de los pájaros de paz y de las misteriosas chicharras a la hora de la siesta a la sombra, mientras a lo lejos, en el quincho las risotadas, las que parecía que escucháramos hasta a miles de años de distancia.
Como si todo por allí se viviera en otra dimensión, o simplemente fuera de verdad, los colores re contra intensos, la carne de carne, el sabor real de los tomates súper masticables, colorados y jugosos como las naranjas y las pesadas y enormes sandias partidas al medio como juguetes.
Incluso en el recuerdo las caras de la gente se veían con otra pasión, re significadas por sus mismas arrugas, expuestas de frente con sus ojeras sin nada de tratamientos ni nutritivos. Caras al fin del cono sur, con todo. Como nuestros sentimientos que también allí se volvían auténticos, donde nos enamorábamos y nos dábamos la cabeza contra la pared.
Otras veces con nombrar solo una palabra abríamos un juego que duraba toda la tarde. Chinchilla, locro, matapiojos, delantal abrochado atrás, boleto de colectivo, cigarrillo 43 70, repasador, caja de tizas, trapo de piso, pela papas…
Estar lejos era un paréntesis en nuestras vidas, que amenizábamos dejándonos ir en memorias. Otras veces armábamos recorridos mentales tele trasportándonos entre las calles:_ vamos por Junín a la altura de Juncal, ahí donde se corta llegando a Santa Fe, y ahora por Belgrano hacia el bajo y doblamos a la izquierda hacia la Plaza de Mayo y sentimos la curva entre medio de los bulevares finitos con postes de cemento y luces gigantes de altos... Pero por suerte no hay mucho tráfico porque es sábado a la tarde y es primavera y por la ventana baja entra un aire fresco, el mismo que mas al sur para el lado de La Boca otros toman en camiseta con las sillas en la vereda y las medias puestas en las chancletas y los perros de nadie que son de todos.
Entonces girábamos la conversación hacia esa cualidad de los perros, que nunca fueron ni serán declarados. Extrañábamos justamente la sensación de vivir entre toda esa gente sin nombre que hace a la cosa. Nuestras añoranzas nos daban la contención que no teníamos. Como si nos hubiésemos dejado de prestado por un largo tiempo a otro mundo para que en nosotros afloraran los verdaderos sentimientos de los que estábamos constituidos, de saber por fin de donde veníamos, nuestros legítimos gustos e intereses, la esencia de ser de allí y de paso advertirnos de no pertenecer a lo que nos rodeaba.
Cuantas veces habíamos fantaseado con hacer las valijas e irnos, dejar todo: _Acá no se puede vivir!, maldecíamos.
Habíamos soñado durante tanto tiempo con el día en que cerrábamos la puerta para siempre para irnos al mundo que funciona, donde no hubiese deshechos en todos los puntos a la vista y las cosas se vieran limpias. Donde pisar con los zapatos en la calle no significaba meter el pie en un charco patinozo de barro con restos de asfalto viejo. Donde por teléfonos que andaban la gente atendía con respeto.
Nos aguábamos la boca imaginándonos el día en que pediríamos el remise que nos llevara a Ezeiza y amaneceríamos al siguiente día sobrevolando las ilusionadas casitas dispuestas en perfectos lotes, que dejaban para siempre atrás a la majestuosa villa de la que nadie se hacia cargo, con los jamás cuantificados techitos de chapas; infames maquetas hechas en un jardín de infantes de androides con los clavos sobresalidos como si fueran gritos de espanto.
sábado, 13 de diciembre de 2008
El viejo cine Lara
Estaban en Plaza Mayor pagando la cuenta. En la mesa el tema había girado en torno a la vida y obra del director, al guión y a la adaptación de esa película de culto de la que Carlos sabía todo lo existente y con la que cada tanto repetía el mismo ritual, sentarse en la vieja butaca del cine Lara con su cajita de maní con chocolate, mientras se relamía por entender de pé a pá el sentido y el mensaje del admirado film.
Esta vez como galardonado por su regocijo llevaba del brazo a una linda presa hembra, nada menos que la eminencia de la canción romántica de la época, Lolita.
Para Carlos era un orgullo andar con Lolita, sobretodo en aquellos lugares bien impuestos en las buenas costumbres de la sociedad de Buenos Aires, donde todos se codeaban cuando los veían pasar.
Le gustaba comer con ella en Plaza Mayor porque los mozos lo trataban también a él como a la gran cosa. Carlos estaba creído en esos momentos, aunque no eran muchos, y aunque al rato el hechizo se acabara y él tuviese que volver a su vida doble de marido triste y de matrimonio desmoronado.
Igual esos momentos con Lolita nadie se los sacaba. Justo en esos días sus pensamientos giraban en torno a lo popular que ésta relación se le estaba volviendo, más no sea entre los mozos del restaurante, y temía que en el momento menos pensado pudiesen ser captados por la cámara de algún detestable paparazzi y todas las culpas caerían sobre él y su infidelidad.
No acababa de tener un mediodía fácil, su cabeza no podía evitar pensar en los pros y en los contras de ser simplemente Carlos, así sin cuestionamientos.
Eran cuatro cuadras hasta Avenida de mayo, cuatro cuadras sombrías de después de mediodía, cuatro frías cuadras de digestión lenta y nervios cuando una puntada en la boca del estómago lo sacudió para no dejarlo.
Porqué ahora?, _se lamentaba Carlos. Justo ahora! en el apogeo del día ésta puntada!
A veces sospechaba del alto porcentaje de culpa con la que cargaba y se tendía a sí mismo trampas que lo volvían zapallo en un segundo.
Pudo sacar las dos entradas, algo podía aguantar. Tampoco era cuestión de mostrarse así en crudo, dejar tan de golpe su masculinidad y su glamour, pero no daba más, debía reconocer que tenía que ir al baño justo cuando empezaba la película. Anunciarle a Lolita que en el preciso momento en que comience el film él estaría sentado en el inodoro. Se encontraría minutos después liberando las partes atrapadas entre los pantalones y el cierre, dejando volar la carga de gases en el habitáculo azulejado, mientras en la pantalla el león de la Metro daba el comienzo de lo que él se iba perdiendo. No le quedaba otra, tenía que pasar por esto, y luego otra vez ser el que podría feliz acurrucarse en el hombro de su amor y susurrarle las conclusiones filmográficas tantas horas pensadas.
Carlos abre la puerta del baño casi de un golpe, pero entre el apuro y los nervios no llega a soltar el botón del pantalón y tampoco a sentarse, por lo que antes de tiempo empiezan a resbalarse sobre su piernas sus contenidos desperdicios que mojan, manchan y huelen, todo al mismo tiempo. Como puede se acerca a la pileta y rústicamente lava el pantalón y las medias que se acaba de sacar, mientras con la pierna desnuda que está más cerca de la puerta traba como puede para que nadie entre justo en ese momento, en el que se pasea por el baño como vino al mundo mientras en la sala llena de público su amor se estará preguntando por él, o en porqué no viene, o en qué le habrá pasado, o se levantará a buscarlo y bajo las exigentes órdenes de la presencia femenina alguien entrará y lo encontrará envuelto entre sus prendas abarrotadas de olor.
Carlos está perdido. Tiene la misma sensación que en su vida de todos los días. Las dos posibilidades en las que se debate siempre, que lo encuentren o poder controlar la situación para conservar su posición.
Por suerte un halo misterioso se cuela en el baño y su cabeza comienza a pensar con cierto orden y decide pedir ayuda. Pero al asomarse al único que divisa es al boletero que no le lleva el apunte pese a todas sus mímicas desesperadas, no lo escucha porque está del otro lado del hall del viejo cine Lara, allá atrás de tantos metros de mármol y molduras, hasta que una señal casi final lo hace reaccionar y alertar al acomodador que está más cerca de Carlos, apenas a unos pasos, parado al lado de la puerta de la sala que contiene a la pantalla, a la película, a la mujer que fue con él hasta ahí y a todos los que no pueden enterarse de que está desnudo y tan sucio.
Del Carlos del que sólo se ve su cabeza asomada tras la pesada puerta vaivén sale un grito casi de socorro:
_Un balde con lavandina señor!, por favor!_No! no puede pasar, estoy desnudo!, tuve un inconveniente!
El acomodador se deja llevar por los ojos desesperados del raro cliente de la cara que asoma y consigue el balde aliviador.
Carlos lava las prendas y se las vuelve a poner mojadas y sale de su propia película.
Se mete en la sala y a tientas recorre las butacas hasta que logra sentarse al lado de Lolita, escondiendo sus olorosas manos bajo sus muslos agitados.
No quiere estar más sentado en la butaca, lo que realmente quiere es convertirse en topo y salir de la sala hasta la calle por un agujero que encuentre en el piso, o sino querría que una fuerza centrífuga haga centro en él y se lo chupe.
Pero Lolita, que está abstraída en todo lo demás, como si nada le dice:
_Carlos!, olés a semen! ¿en dónde estabas?
Esta vez como galardonado por su regocijo llevaba del brazo a una linda presa hembra, nada menos que la eminencia de la canción romántica de la época, Lolita.
Para Carlos era un orgullo andar con Lolita, sobretodo en aquellos lugares bien impuestos en las buenas costumbres de la sociedad de Buenos Aires, donde todos se codeaban cuando los veían pasar.
Le gustaba comer con ella en Plaza Mayor porque los mozos lo trataban también a él como a la gran cosa. Carlos estaba creído en esos momentos, aunque no eran muchos, y aunque al rato el hechizo se acabara y él tuviese que volver a su vida doble de marido triste y de matrimonio desmoronado.
Igual esos momentos con Lolita nadie se los sacaba. Justo en esos días sus pensamientos giraban en torno a lo popular que ésta relación se le estaba volviendo, más no sea entre los mozos del restaurante, y temía que en el momento menos pensado pudiesen ser captados por la cámara de algún detestable paparazzi y todas las culpas caerían sobre él y su infidelidad.
No acababa de tener un mediodía fácil, su cabeza no podía evitar pensar en los pros y en los contras de ser simplemente Carlos, así sin cuestionamientos.
Eran cuatro cuadras hasta Avenida de mayo, cuatro cuadras sombrías de después de mediodía, cuatro frías cuadras de digestión lenta y nervios cuando una puntada en la boca del estómago lo sacudió para no dejarlo.
Porqué ahora?, _se lamentaba Carlos. Justo ahora! en el apogeo del día ésta puntada!
A veces sospechaba del alto porcentaje de culpa con la que cargaba y se tendía a sí mismo trampas que lo volvían zapallo en un segundo.
Pudo sacar las dos entradas, algo podía aguantar. Tampoco era cuestión de mostrarse así en crudo, dejar tan de golpe su masculinidad y su glamour, pero no daba más, debía reconocer que tenía que ir al baño justo cuando empezaba la película. Anunciarle a Lolita que en el preciso momento en que comience el film él estaría sentado en el inodoro. Se encontraría minutos después liberando las partes atrapadas entre los pantalones y el cierre, dejando volar la carga de gases en el habitáculo azulejado, mientras en la pantalla el león de la Metro daba el comienzo de lo que él se iba perdiendo. No le quedaba otra, tenía que pasar por esto, y luego otra vez ser el que podría feliz acurrucarse en el hombro de su amor y susurrarle las conclusiones filmográficas tantas horas pensadas.
Carlos abre la puerta del baño casi de un golpe, pero entre el apuro y los nervios no llega a soltar el botón del pantalón y tampoco a sentarse, por lo que antes de tiempo empiezan a resbalarse sobre su piernas sus contenidos desperdicios que mojan, manchan y huelen, todo al mismo tiempo. Como puede se acerca a la pileta y rústicamente lava el pantalón y las medias que se acaba de sacar, mientras con la pierna desnuda que está más cerca de la puerta traba como puede para que nadie entre justo en ese momento, en el que se pasea por el baño como vino al mundo mientras en la sala llena de público su amor se estará preguntando por él, o en porqué no viene, o en qué le habrá pasado, o se levantará a buscarlo y bajo las exigentes órdenes de la presencia femenina alguien entrará y lo encontrará envuelto entre sus prendas abarrotadas de olor.
Carlos está perdido. Tiene la misma sensación que en su vida de todos los días. Las dos posibilidades en las que se debate siempre, que lo encuentren o poder controlar la situación para conservar su posición.
Por suerte un halo misterioso se cuela en el baño y su cabeza comienza a pensar con cierto orden y decide pedir ayuda. Pero al asomarse al único que divisa es al boletero que no le lleva el apunte pese a todas sus mímicas desesperadas, no lo escucha porque está del otro lado del hall del viejo cine Lara, allá atrás de tantos metros de mármol y molduras, hasta que una señal casi final lo hace reaccionar y alertar al acomodador que está más cerca de Carlos, apenas a unos pasos, parado al lado de la puerta de la sala que contiene a la pantalla, a la película, a la mujer que fue con él hasta ahí y a todos los que no pueden enterarse de que está desnudo y tan sucio.
Del Carlos del que sólo se ve su cabeza asomada tras la pesada puerta vaivén sale un grito casi de socorro:
_Un balde con lavandina señor!, por favor!_No! no puede pasar, estoy desnudo!, tuve un inconveniente!
El acomodador se deja llevar por los ojos desesperados del raro cliente de la cara que asoma y consigue el balde aliviador.
Carlos lava las prendas y se las vuelve a poner mojadas y sale de su propia película.
Se mete en la sala y a tientas recorre las butacas hasta que logra sentarse al lado de Lolita, escondiendo sus olorosas manos bajo sus muslos agitados.
No quiere estar más sentado en la butaca, lo que realmente quiere es convertirse en topo y salir de la sala hasta la calle por un agujero que encuentre en el piso, o sino querría que una fuerza centrífuga haga centro en él y se lo chupe.
Pero Lolita, que está abstraída en todo lo demás, como si nada le dice:
_Carlos!, olés a semen! ¿en dónde estabas?
viernes, 12 de diciembre de 2008
Ella Dolores
Sobre la placa se leía Estudio Bubis. Abrió la puerta y me hizo pasar. Se adelantó invitándome algo para tomar y buscó rápidamente disculpas para advertirme un atraso de los entrevistados. Me preguntó si para ganar tiempo quería que me acompañara y mostrarme el lugar, y que yo fuera eligiendo el espacio donde hacer las fotos más tarde, decía que había una terraza grande y hermosa.
Seguí sus indicaciones, me dejé llevar por el ritmo de sus pantalones anchos y flojos y con la vista clavada en su espalda transité a su paso. Los pasillos por los que nos movíamos se iluminaban cada tanto con restos del sol que sucedía afuera, por el largo y angosto camino de cerámicos oscuros las sombras se resistían a desaparecer de las paredes que recorríamos como en un laberinto, buscando puertas, salidas y aberturas sin manijas.
No hablábamos. Al dar la última vuelta entramos en un ascensor y tuvimos unos segundos para mirarnos de frente, era la primera vez que ponía atención en su cara, que se la fregaba con una mano rascándose la pera.
Me había dicho al entrar:_soy Dolores, pero esa voz y ese peinado hacían ruido con el nombre. Me había traído un vaso de agua con esas manos de dedos finos y uñas anchas que las guardaba como una foto en mi retina. Mis ojos seguían su andar de cola parada sobre pies planos, custodiaban el movimiento de los brazos poco estilizados que acompañaban al escote que escondía unos senos que sonaban a relleno.Yo clavaba la mirada ahí en el cierre de los pantalones pero no se le marcaba ningún bultito. Lo que me desconcertaba era su figura, tan común. No había disfraces, se veía como una mujer-y tal vez lo había sido siempre- pero su engañosa y afeminada masculinidad talvez escondían al hombre con el que había nacido.¿Pero era una mujer que quería ser hombre? ¿O era un hombre envuelto en una mujer?Porqué me interesaba tanto saber su género? ¿Porqué no podía apartar mi pensamiento de figurarme a Dolores sola, como era de veras sin testigos?.
No tenía que hacer demasiado esfuerzo para imaginármela por la mañana frente al espejo haciéndole guardia a su barbilla hasta que creciera el primer milímetro de pelo para afeitárselo; mientras ella- la de veras- frente a mí en su oficina se limitaba a atender el teléfono o a levantar el portero eléctrico cuando sonaba. Qué me importaba! Porqué quería saber yo si alguna vez habría sido Carlos o habría sido Alberto y porqué me imaginaba que esas manos de uñas pintadas con esmalte apenas transparente, acomodaban sus huevos para el fondo de los calzoncillos si los tuviera. Me hacía meter en su intimidad como si la estuviera viviendo, como si de verdad ocurriese que su desprejuiciada figura de hombre mitad mujer me estuviera convenciendo de no sé qué cosa a través de sus labios carnosos que planeaban deseos. Ella Dolores se comportaba gentilmente, al fin de cuentas era la secretaria que intentaba darme comodidad mientras esperábamos que se presenten los que serían fotografiados por mi cámara. No había en Dolores signos insinuantes hacia mi persona, pero quizás su rigidez rememoraba en mí rastros de la mujer barbuda de los cuentos y esos puntos en su cara podían tratarse de excesos de hormonas, sobrantes de bozo que no pudo depilar a tiempo. Entonces el sexapil que traía la Dolores hombre disfrazado de mujer se desvanecía en la Dolores mujer que parecía hombre. Quizás se trataba de la señora Bubis, la mujer del Señor Bubis o quizás era ella o él un mismo ser, una u otro cuando se le ocurría, detrás de esa puerta y esa placa intercambiables según el caso se convertía en lo que se le cantaba.
Seguí sus indicaciones, me dejé llevar por el ritmo de sus pantalones anchos y flojos y con la vista clavada en su espalda transité a su paso. Los pasillos por los que nos movíamos se iluminaban cada tanto con restos del sol que sucedía afuera, por el largo y angosto camino de cerámicos oscuros las sombras se resistían a desaparecer de las paredes que recorríamos como en un laberinto, buscando puertas, salidas y aberturas sin manijas.
No hablábamos. Al dar la última vuelta entramos en un ascensor y tuvimos unos segundos para mirarnos de frente, era la primera vez que ponía atención en su cara, que se la fregaba con una mano rascándose la pera.
Me había dicho al entrar:_soy Dolores, pero esa voz y ese peinado hacían ruido con el nombre. Me había traído un vaso de agua con esas manos de dedos finos y uñas anchas que las guardaba como una foto en mi retina. Mis ojos seguían su andar de cola parada sobre pies planos, custodiaban el movimiento de los brazos poco estilizados que acompañaban al escote que escondía unos senos que sonaban a relleno.Yo clavaba la mirada ahí en el cierre de los pantalones pero no se le marcaba ningún bultito. Lo que me desconcertaba era su figura, tan común. No había disfraces, se veía como una mujer-y tal vez lo había sido siempre- pero su engañosa y afeminada masculinidad talvez escondían al hombre con el que había nacido.¿Pero era una mujer que quería ser hombre? ¿O era un hombre envuelto en una mujer?Porqué me interesaba tanto saber su género? ¿Porqué no podía apartar mi pensamiento de figurarme a Dolores sola, como era de veras sin testigos?.
No tenía que hacer demasiado esfuerzo para imaginármela por la mañana frente al espejo haciéndole guardia a su barbilla hasta que creciera el primer milímetro de pelo para afeitárselo; mientras ella- la de veras- frente a mí en su oficina se limitaba a atender el teléfono o a levantar el portero eléctrico cuando sonaba. Qué me importaba! Porqué quería saber yo si alguna vez habría sido Carlos o habría sido Alberto y porqué me imaginaba que esas manos de uñas pintadas con esmalte apenas transparente, acomodaban sus huevos para el fondo de los calzoncillos si los tuviera. Me hacía meter en su intimidad como si la estuviera viviendo, como si de verdad ocurriese que su desprejuiciada figura de hombre mitad mujer me estuviera convenciendo de no sé qué cosa a través de sus labios carnosos que planeaban deseos. Ella Dolores se comportaba gentilmente, al fin de cuentas era la secretaria que intentaba darme comodidad mientras esperábamos que se presenten los que serían fotografiados por mi cámara. No había en Dolores signos insinuantes hacia mi persona, pero quizás su rigidez rememoraba en mí rastros de la mujer barbuda de los cuentos y esos puntos en su cara podían tratarse de excesos de hormonas, sobrantes de bozo que no pudo depilar a tiempo. Entonces el sexapil que traía la Dolores hombre disfrazado de mujer se desvanecía en la Dolores mujer que parecía hombre. Quizás se trataba de la señora Bubis, la mujer del Señor Bubis o quizás era ella o él un mismo ser, una u otro cuando se le ocurría, detrás de esa puerta y esa placa intercambiables según el caso se convertía en lo que se le cantaba.
El amor clandestino
_Tienes que venir tarde cuando ya todo esté bien oscuro. Te esperaré a pasos del palo borracho que está en la esquina de Navarro y Beiro. No pueden vernos, si por casualidad nos cruzamos antes haz que no me viste. Nos amaremos en silencio, nuestro amor será clandestino o no será.
Solía decirle frases así a través de llamadas sorpresivas en cualquier horario. Por el auricular su voz parecía siempre lejana. Se preguntaba de dónde estaría haciendo la llamada. A veces creía estar hablando con un preso, que la estuviera llamando del teléfono público con monedas desde algún pasillo de la cárcel, y que hubiera ideado la manera de fugarse de a ratos, cuando necesitaba de ella para amarla en la oscuridad de sus desbocados deseos.Pero otras veces se sentía ridícula pensando cosas tan absurdas.
_¿Cómo un preso va a escapar cada tanto para amarme al borde de los muros de la chacarita?. Ningún preso hace eso, primero porque está preso, por lo tanto no podría estar conmigo a esa hora haciendo esas cosas, _se objetaba a sí misma.Otras se imaginaba que alguna persona se comunicaba con ella para decirle que él estaba muerto. ¿Porque de qué manera se enteraría sino, si un día moría?.
No sabía nada de él, para ella era solo ese hombre que aparecía cuando se le cantaba y ella la que se volvía todas las veces disponible para aprovechar cada uno de los momentos que él decidía compartirle.
_Ha muerto, una voz diría, dejó unas cosas para usted. Entonces la voz le indicaría una dirección y ella iría inmediatamente, se veía caminando tan nerviosa por un barrio de casas bajas y viejas- podría ser Barracas- y de golpe se encontraría frente a la puerta en la dirección exacta que la voz había dictado y descubriría al fin el escondite del escurridizo y clandestino que tenía por amante, hasta ver su persona de verdad en un cuerpo duro y frío y sin más misterios.
Se imaginaba muchas vidas posibles para él. Parecía un hombre común. Ni mucho algo ni tampoco poca cosa. No había nada en su mirar que le hablara de otras actividades más que las de saciar sus ganas ya mismo. No había rastro que le diera a conocer alguna acción que pudiera hacer salvo amarla instantáneamente, a oscuras a solas y a veces.
_Bajá ya mismo, estaré pasando con un auto blanco en menos de 5 minutos. Entonces la realidad de este hombre común podría parecerse a la de un oficinista que aparece en ese tiempo muerto entre el trabajo y la casa, que se le puede adjudicar a un embotellamiento de tránsito o a una demora imprevista y la visita un ratito. Se preguntaba de dónde habría sacado un auto tan impecable. No había indicios de pasado, ni un papel, ni una boleta, ni un chicle masticado haciendo guardia en el cenicero, ni un resto de marca en la luneta, nada de nada, un auto que entendía sería de alquiler para trasladarlos directamente al estacionamiento de abajo de la autopista entre medio de las canchas de fútbol ya cerradas a seguir con esos capítulos de amor a ciegas.
Había mañanas que se despertaba sin tener certezas. Eran pocos, pero la atacaban los momentos en que dudaba de la existencia de todo lo que le ocurría y se lo adjudicaba a su imaginación, anécdotas construidas tal vez en la profundidad de sus sueños que la enloquecían en dudas y preguntas y hasta perdía la sensatez de saberse dormida o despierta, mientras en algún lugar de su cordura el señor como un comodín de hombre se hacía real cuando lo necesitaba. En algunos de esos momentos la confusión disminuía escribiéndole cartas. Al menos le parecía cierto que hubiera alguien del otro lado del papel.
Mi amor,
es verdad cuando me dices que lo formal no debe importarme. Tienes razón cuando aseguras que lo que de veras vale es el presente, también cuando me afirmas que los grandes proyectos de la vida terminan en la nada.Puedo entenderlo. Quizás no tengamos planes de futuro pero tenemos un presente de amor y pasión sin tiempos ni orden, cuando el azar lo dispone, sin que importe el lugar ni cómo estamos juntos. Somos a través de un instante pleno e innegable.
Y de golpe otra llamada con una nueva indicación la hacía reaccionar de la modorra de creer o no creer, de dudar o estar convencida, de su pequeñez a la importancia que la enaltecía, y provista de sus ropas de cita corría a un nuevo encuentro de amor y fantasía.
Y las escenas se repetían en pasillos de edificios públicos y asientos de autos, en recovecos de calles abandonadas y en bancos de plazas, de noche y de media noche, abrigados y desvestidos se entrelazaban para hacer combustión cuando ningún observador los acechaba.
Solía decirle frases así a través de llamadas sorpresivas en cualquier horario. Por el auricular su voz parecía siempre lejana. Se preguntaba de dónde estaría haciendo la llamada. A veces creía estar hablando con un preso, que la estuviera llamando del teléfono público con monedas desde algún pasillo de la cárcel, y que hubiera ideado la manera de fugarse de a ratos, cuando necesitaba de ella para amarla en la oscuridad de sus desbocados deseos.Pero otras veces se sentía ridícula pensando cosas tan absurdas.
_¿Cómo un preso va a escapar cada tanto para amarme al borde de los muros de la chacarita?. Ningún preso hace eso, primero porque está preso, por lo tanto no podría estar conmigo a esa hora haciendo esas cosas, _se objetaba a sí misma.Otras se imaginaba que alguna persona se comunicaba con ella para decirle que él estaba muerto. ¿Porque de qué manera se enteraría sino, si un día moría?.
No sabía nada de él, para ella era solo ese hombre que aparecía cuando se le cantaba y ella la que se volvía todas las veces disponible para aprovechar cada uno de los momentos que él decidía compartirle.
_Ha muerto, una voz diría, dejó unas cosas para usted. Entonces la voz le indicaría una dirección y ella iría inmediatamente, se veía caminando tan nerviosa por un barrio de casas bajas y viejas- podría ser Barracas- y de golpe se encontraría frente a la puerta en la dirección exacta que la voz había dictado y descubriría al fin el escondite del escurridizo y clandestino que tenía por amante, hasta ver su persona de verdad en un cuerpo duro y frío y sin más misterios.
Se imaginaba muchas vidas posibles para él. Parecía un hombre común. Ni mucho algo ni tampoco poca cosa. No había nada en su mirar que le hablara de otras actividades más que las de saciar sus ganas ya mismo. No había rastro que le diera a conocer alguna acción que pudiera hacer salvo amarla instantáneamente, a oscuras a solas y a veces.
_Bajá ya mismo, estaré pasando con un auto blanco en menos de 5 minutos. Entonces la realidad de este hombre común podría parecerse a la de un oficinista que aparece en ese tiempo muerto entre el trabajo y la casa, que se le puede adjudicar a un embotellamiento de tránsito o a una demora imprevista y la visita un ratito. Se preguntaba de dónde habría sacado un auto tan impecable. No había indicios de pasado, ni un papel, ni una boleta, ni un chicle masticado haciendo guardia en el cenicero, ni un resto de marca en la luneta, nada de nada, un auto que entendía sería de alquiler para trasladarlos directamente al estacionamiento de abajo de la autopista entre medio de las canchas de fútbol ya cerradas a seguir con esos capítulos de amor a ciegas.
Había mañanas que se despertaba sin tener certezas. Eran pocos, pero la atacaban los momentos en que dudaba de la existencia de todo lo que le ocurría y se lo adjudicaba a su imaginación, anécdotas construidas tal vez en la profundidad de sus sueños que la enloquecían en dudas y preguntas y hasta perdía la sensatez de saberse dormida o despierta, mientras en algún lugar de su cordura el señor como un comodín de hombre se hacía real cuando lo necesitaba. En algunos de esos momentos la confusión disminuía escribiéndole cartas. Al menos le parecía cierto que hubiera alguien del otro lado del papel.
Mi amor,
es verdad cuando me dices que lo formal no debe importarme. Tienes razón cuando aseguras que lo que de veras vale es el presente, también cuando me afirmas que los grandes proyectos de la vida terminan en la nada.Puedo entenderlo. Quizás no tengamos planes de futuro pero tenemos un presente de amor y pasión sin tiempos ni orden, cuando el azar lo dispone, sin que importe el lugar ni cómo estamos juntos. Somos a través de un instante pleno e innegable.
Y de golpe otra llamada con una nueva indicación la hacía reaccionar de la modorra de creer o no creer, de dudar o estar convencida, de su pequeñez a la importancia que la enaltecía, y provista de sus ropas de cita corría a un nuevo encuentro de amor y fantasía.
Y las escenas se repetían en pasillos de edificios públicos y asientos de autos, en recovecos de calles abandonadas y en bancos de plazas, de noche y de media noche, abrigados y desvestidos se entrelazaban para hacer combustión cuando ningún observador los acechaba.
La promotora
Hace poco tiempo tomé un trabajo de promotora. Así nos llaman a las que entregamos propagandas en papelitos que repartimos por las calles.
Me toca estar parada frente a la puerta de un instituto de inglés cuidadosamente vestida y con el pelo recogido.
El trabajo consiste en lograr detener a alguna de las miles de personas que transitan agitadas por el micro centro de la ciudad al menos por un instante y proponerles diferentes menús para acceder a estudios de inglés. Me hacen llevar una carpeta con planillas a gran escala donde yo debo anotar el nombre y el teléfono de las personas que consigo que me presten atención y así formo un registro de listas que cada día alcanza menos de la mitad del papel.
Llego puntualmente a las 11 al instituto, recojo las planillas en la oficina y tomo mi posición del otro lado del vidrio vaivén donde empieza mi labor.
En la oficina dos chicas bien entrenadas esperan ansiosas que con mis poderes les haga llegar algún interesado que quiera muchísimo averiguar más sobre las distintas posibilidades de los cursos para quizás algún día salir por esa puerta hablando en otro idioma.
Las chicas de la oficina me insinúan estrategias para conseguir clientela fundadas en mentiras que se basan en el otorgamiento de becas o directamente en sorteos que desembocarían -si existiesen- en regalos de cursos y otras variantes.
Lo molesto un segundito...?_ estamos regalando cursos de inglés, les digo. Y así comienza la charla que tiene como centro la mentira que conduce a la persona al interés por algo que digo regalarle y adentro harán todo lo posible por venderle.
Me daba cuenta que las mujeres de entre 25 y 50 años nunca se detenían, jamás tenían tiempo. Pensaba que el lugar quizás no era el más propicio para que este sector de señoras se detuviese, ya que estábamos en una acomodada zona del micro centro donde las señoras que trabajan en las oficinas contiguas a mi punto posiblemente ya tienen buen uso del inglés. Notaba que las presas fáciles eran los hombres humildes de más de cuarenta, posibles obreros de la construcción de las futuras oficinas de la zona, se veían súper tentados a recibir un curso de inglés gratis, al fin un premio. Ellos lo tomaban como un sueño, algo que finalmente les sucedía. Justo yo les anunciaba que llegaba un cambio a su rutinaria vida de cada día, una ilusión en la que ir pensando durante la caminata del subte a la obra con el sándwich y el martillo.
Con mi sonrisa de cenicienta y mi boca enorme les decía: _Señor estamos regalando un curso de inglés, le gustaría pasar a averiguar un poco más?
Y casi siempre lograba que entrasen y se sentasen en el sillón rojo, exhaustos en una sonrisa que se iba desfigurando cuando la chica de la oficina con su lapicera remarcaba el costo y la cantidad de meses que necesitarían, que en general se extendía a años, pagar una cuota que jamás había existido en esos mismos sueños.
Me iba sintiendo cada vez peor, mi estrategia de recurrir a los pobres con ilusiones no me dejaba dormir, había una incomodidad en mi cara que se acrecentaba cada día, como algo que quería salir a empujones desde adentro de la piel, entremedio de los ojos, más abajo. El último día me presenté en el escritorio de las chicas de la oficina para pedir mi renuncia. No pudieron decirme que no, ni tampoco intentaron ya ninguna forma de detenerme. Era imposible verme así. En el lugar donde antes estaba mi nariz ahora había crecido un pequeño mástil que en la punta hacía flamear un banderín donde se leía Wall Street Institute en grandes letras azules.
Me toca estar parada frente a la puerta de un instituto de inglés cuidadosamente vestida y con el pelo recogido.
El trabajo consiste en lograr detener a alguna de las miles de personas que transitan agitadas por el micro centro de la ciudad al menos por un instante y proponerles diferentes menús para acceder a estudios de inglés. Me hacen llevar una carpeta con planillas a gran escala donde yo debo anotar el nombre y el teléfono de las personas que consigo que me presten atención y así formo un registro de listas que cada día alcanza menos de la mitad del papel.
Llego puntualmente a las 11 al instituto, recojo las planillas en la oficina y tomo mi posición del otro lado del vidrio vaivén donde empieza mi labor.
En la oficina dos chicas bien entrenadas esperan ansiosas que con mis poderes les haga llegar algún interesado que quiera muchísimo averiguar más sobre las distintas posibilidades de los cursos para quizás algún día salir por esa puerta hablando en otro idioma.
Las chicas de la oficina me insinúan estrategias para conseguir clientela fundadas en mentiras que se basan en el otorgamiento de becas o directamente en sorteos que desembocarían -si existiesen- en regalos de cursos y otras variantes.
Lo molesto un segundito...?_ estamos regalando cursos de inglés, les digo. Y así comienza la charla que tiene como centro la mentira que conduce a la persona al interés por algo que digo regalarle y adentro harán todo lo posible por venderle.
Me daba cuenta que las mujeres de entre 25 y 50 años nunca se detenían, jamás tenían tiempo. Pensaba que el lugar quizás no era el más propicio para que este sector de señoras se detuviese, ya que estábamos en una acomodada zona del micro centro donde las señoras que trabajan en las oficinas contiguas a mi punto posiblemente ya tienen buen uso del inglés. Notaba que las presas fáciles eran los hombres humildes de más de cuarenta, posibles obreros de la construcción de las futuras oficinas de la zona, se veían súper tentados a recibir un curso de inglés gratis, al fin un premio. Ellos lo tomaban como un sueño, algo que finalmente les sucedía. Justo yo les anunciaba que llegaba un cambio a su rutinaria vida de cada día, una ilusión en la que ir pensando durante la caminata del subte a la obra con el sándwich y el martillo.
Con mi sonrisa de cenicienta y mi boca enorme les decía: _Señor estamos regalando un curso de inglés, le gustaría pasar a averiguar un poco más?
Y casi siempre lograba que entrasen y se sentasen en el sillón rojo, exhaustos en una sonrisa que se iba desfigurando cuando la chica de la oficina con su lapicera remarcaba el costo y la cantidad de meses que necesitarían, que en general se extendía a años, pagar una cuota que jamás había existido en esos mismos sueños.
Me iba sintiendo cada vez peor, mi estrategia de recurrir a los pobres con ilusiones no me dejaba dormir, había una incomodidad en mi cara que se acrecentaba cada día, como algo que quería salir a empujones desde adentro de la piel, entremedio de los ojos, más abajo. El último día me presenté en el escritorio de las chicas de la oficina para pedir mi renuncia. No pudieron decirme que no, ni tampoco intentaron ya ninguna forma de detenerme. Era imposible verme así. En el lugar donde antes estaba mi nariz ahora había crecido un pequeño mástil que en la punta hacía flamear un banderín donde se leía Wall Street Institute en grandes letras azules.
miércoles, 10 de diciembre de 2008
Dia de playa
Apenas pisó la arena pensó _qué suerte tengo!. Era éste un pensamiento frecuente, porque cada dos por tres se encontraba en situaciones envidiables, en días divinos. Iba a ponerse los auriculares, pero cuando miró en el bolso no estaban. Se arrodilló y en otro movimiento se acostó. Estaba casi sola en la playa, todavía no era verano. El día tibio y fresco y el cielo azul pleno. No sintió la soledad, suspiró y se dejó entrar en la comodidad caliente y en los sonidos naturales que el viento le soplaba.
De cara al sol cerró los ojos. Notó que la luz que le daba de lleno sobre los párpados cerrados la hacía ver una imagen muy poderosa, blanca y pura y bien concentrada, una explosión de luz. El blanco tan intenso, como explotado sobre su propia mirada, la tranportaba a sensaciones abstractas. Sentía que estaba viendo el blanco más blanco del mundo y trataba de imaginar, haciendo comparaciones, cómo era cuando se encontraba frente al negro más negro que recordara haber visto; se imaginaba abriendo los ojos en una habitación completamente oscura y desconocida viendo sin ver, entonces volvía a disfrutar del blanco esplendoroso que caía demoledor sobre sus ojos cerrados.
Encandilada se dejó llevar por lo que oía, ese sonido característico de toda la vida, del primer momento del primer día de cada vez y de cada año cuando estrenaba la playa al comenzar el calor.
Afinó el oído y se sorprendió de poder escuchar como nunca cómo los caracoles chirreaban contra la arena mojada, unos contra otros como libres collares.
Estiró el brazo y movió su bolso como para asegurarlo en la arena y protegerlo del viento, y oyó las llaves golpearse contra algún otro objeto duro que llevaba en la cartera.
Sin ver supo de pisadas de perros en la orilla, de una bolsa de plástico que giraba loca como un trompo sin dirección.
Hubo otros pies pisando cerca, ahí nomás, y rítmicamente se fueron alejando hacia la derecha y hacia la izquierda intermitentemente.
Por detrás de su cuerpo estirado, sobre el camino que bordeaba la playa, supo de un motor que se detenía y de una puerta se cerraba.
Oyó voces y copas que sonaron en un bar y una música bajita que acompañaba todo.
Alertada notó que el tiempo pasaba pero que los sonidos no se detenían, se acumulaban y quedaban dando vueltas como ecos. Se sumaban unos a otros y se mezclaban con sonidos de ayer, de ahí y de todas partes del mundo y venían llegando en procesión hasta sus oídos acostados.
Emigraban de todos los destinos y de todas las épocas repercutiendo en su cabeza en miles de idiomas y formas, en frases hechas y en simples sonidos sin traducción, lenguajes sin concluir, deformidades orales, aullidos gritosos y valses mecedores.
Voces de todas las edades y de todo tipo de seres, golpes de objetos contra pisos, chasquidos de monedas acumulándose en alcancías, campanas de oratorios golpeadas por martillos, soplidos eternos de vientos lejanos, árboles derribados por serruchos, pilas de libros cayendo sin contención, ríos fluyendo con coraje, madres dando a luz, ángeles cantando en coros, ciclones furiosos, marchas de gente en las plazas, himnos desgarradores en épocas de guerra, cuerdas afinadas por músicos. Todo llegaba magnificado a sus orejas, venían por los aires hacia sus oídos desnudos.
Aturdida recordó los veranos en aquella misma playa, cuando se unían por las noches en los médanos a encender globos de papel dejándolos perder en el infinito. Lo hacían como un rito que jamás olvidaría. Despedían sus deseos al viento y por un largo rato se quedaban mirando el punto fijo de una luz que se iba convirtiendo en ínfima lucecita hasta desaparecer en el aire.
Escuchó el sonido de ese fósforo, de esa vez, de la última en que encendieron uno y lo dejaron volar y ella pidió no olvidarse nunca de nada.
De cara al sol cerró los ojos. Notó que la luz que le daba de lleno sobre los párpados cerrados la hacía ver una imagen muy poderosa, blanca y pura y bien concentrada, una explosión de luz. El blanco tan intenso, como explotado sobre su propia mirada, la tranportaba a sensaciones abstractas. Sentía que estaba viendo el blanco más blanco del mundo y trataba de imaginar, haciendo comparaciones, cómo era cuando se encontraba frente al negro más negro que recordara haber visto; se imaginaba abriendo los ojos en una habitación completamente oscura y desconocida viendo sin ver, entonces volvía a disfrutar del blanco esplendoroso que caía demoledor sobre sus ojos cerrados.
Encandilada se dejó llevar por lo que oía, ese sonido característico de toda la vida, del primer momento del primer día de cada vez y de cada año cuando estrenaba la playa al comenzar el calor.
Afinó el oído y se sorprendió de poder escuchar como nunca cómo los caracoles chirreaban contra la arena mojada, unos contra otros como libres collares.
Estiró el brazo y movió su bolso como para asegurarlo en la arena y protegerlo del viento, y oyó las llaves golpearse contra algún otro objeto duro que llevaba en la cartera.
Sin ver supo de pisadas de perros en la orilla, de una bolsa de plástico que giraba loca como un trompo sin dirección.
Hubo otros pies pisando cerca, ahí nomás, y rítmicamente se fueron alejando hacia la derecha y hacia la izquierda intermitentemente.
Por detrás de su cuerpo estirado, sobre el camino que bordeaba la playa, supo de un motor que se detenía y de una puerta se cerraba.
Oyó voces y copas que sonaron en un bar y una música bajita que acompañaba todo.
Alertada notó que el tiempo pasaba pero que los sonidos no se detenían, se acumulaban y quedaban dando vueltas como ecos. Se sumaban unos a otros y se mezclaban con sonidos de ayer, de ahí y de todas partes del mundo y venían llegando en procesión hasta sus oídos acostados.
Emigraban de todos los destinos y de todas las épocas repercutiendo en su cabeza en miles de idiomas y formas, en frases hechas y en simples sonidos sin traducción, lenguajes sin concluir, deformidades orales, aullidos gritosos y valses mecedores.
Voces de todas las edades y de todo tipo de seres, golpes de objetos contra pisos, chasquidos de monedas acumulándose en alcancías, campanas de oratorios golpeadas por martillos, soplidos eternos de vientos lejanos, árboles derribados por serruchos, pilas de libros cayendo sin contención, ríos fluyendo con coraje, madres dando a luz, ángeles cantando en coros, ciclones furiosos, marchas de gente en las plazas, himnos desgarradores en épocas de guerra, cuerdas afinadas por músicos. Todo llegaba magnificado a sus orejas, venían por los aires hacia sus oídos desnudos.
Aturdida recordó los veranos en aquella misma playa, cuando se unían por las noches en los médanos a encender globos de papel dejándolos perder en el infinito. Lo hacían como un rito que jamás olvidaría. Despedían sus deseos al viento y por un largo rato se quedaban mirando el punto fijo de una luz que se iba convirtiendo en ínfima lucecita hasta desaparecer en el aire.
Escuchó el sonido de ese fósforo, de esa vez, de la última en que encendieron uno y lo dejaron volar y ella pidió no olvidarse nunca de nada.
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