miércoles, 10 de diciembre de 2008

Dia de playa


Apenas pisó la arena pensó _qué suerte tengo!. Era éste un pensamiento frecuente, porque cada dos por tres se encontraba en situaciones envidiables, en días divinos. Iba a ponerse los auriculares, pero cuando miró en el bolso no estaban. Se arrodilló y en otro movimiento se acostó. Estaba casi sola en la playa, todavía no era verano. El día tibio y fresco y el cielo azul pleno. No sintió la soledad, suspiró y se dejó entrar en la comodidad caliente y en los sonidos naturales que el viento le soplaba.
De cara al sol cerró los ojos. Notó que la luz que le daba de lleno sobre los párpados cerrados la hacía ver una imagen muy poderosa, blanca y pura y bien concentrada, una explosión de luz. El blanco tan intenso, como explotado sobre su propia mirada, la tranportaba a sensaciones abstractas. Sentía que estaba viendo el blanco más blanco del mundo y trataba de imaginar, haciendo comparaciones, cómo era cuando se encontraba frente al negro más negro que recordara haber visto; se imaginaba abriendo los ojos en una habitación completamente oscura y desconocida viendo sin ver, entonces volvía a disfrutar del blanco esplendoroso que caía demoledor sobre sus ojos cerrados.
Encandilada se dejó llevar por lo que oía, ese sonido característico de toda la vida, del primer momento del primer día de cada vez y de cada año cuando estrenaba la playa al comenzar el calor.
Afinó el oído y se sorprendió de poder escuchar como nunca cómo los caracoles chirreaban contra la arena mojada, unos contra otros como libres collares.
Estiró el brazo y movió su bolso como para asegurarlo en la arena y protegerlo del viento, y oyó las llaves golpearse contra algún otro objeto duro que llevaba en la cartera.
Sin ver supo de pisadas de perros en la orilla, de una bolsa de plástico que giraba loca como un trompo sin dirección.
Hubo otros pies pisando cerca, ahí nomás, y rítmicamente se fueron alejando hacia la derecha y hacia la izquierda intermitentemente.
Por detrás de su cuerpo estirado, sobre el camino que bordeaba la playa, supo de un motor que se detenía y de una puerta se cerraba.
Oyó voces y copas que sonaron en un bar y una música bajita que acompañaba todo.
Alertada notó que el tiempo pasaba pero que los sonidos no se detenían, se acumulaban y quedaban dando vueltas como ecos. Se sumaban unos a otros y se mezclaban con sonidos de ayer, de ahí y de todas partes del mundo y venían llegando en procesión hasta sus oídos acostados.
Emigraban de todos los destinos y de todas las épocas repercutiendo en su cabeza en miles de idiomas y formas, en frases hechas y en simples sonidos sin traducción, lenguajes sin concluir, deformidades orales, aullidos gritosos y valses mecedores.
Voces de todas las edades y de todo tipo de seres, golpes de objetos contra pisos, chasquidos de monedas acumulándose en alcancías, campanas de oratorios golpeadas por martillos, soplidos eternos de vientos lejanos, árboles derribados por serruchos, pilas de libros cayendo sin contención, ríos fluyendo con coraje, madres dando a luz, ángeles cantando en coros, ciclones furiosos, marchas de gente en las plazas, himnos desgarradores en épocas de guerra, cuerdas afinadas por músicos. Todo llegaba magnificado a sus orejas, venían por los aires hacia sus oídos desnudos.
Aturdida recordó los veranos en aquella misma playa, cuando se unían por las noches en los médanos a encender globos de papel dejándolos perder en el infinito. Lo hacían como un rito que jamás olvidaría. Despedían sus deseos al viento y por un largo rato se quedaban mirando el punto fijo de una luz que se iba convirtiendo en ínfima lucecita hasta desaparecer en el aire.
Escuchó el sonido de ese fósforo, de esa vez, de la última en que encendieron uno y lo dejaron volar y ella pidió no olvidarse nunca de nada.

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