El Ingeniero Huergo tiene una casa en las sierras de Córdoba. Es una casa hecha de gigantes formaciones de piedra de varios siglos atrás en un paisaje imponente del recoveco de la elite cordobesa.
El Ingeniero Huergo está casado y tiene una familia envidiable, su señora jovial le hace juego y juntos reciben visitas en la gran sala de la suntuosa casa de piedra. Los ágapes tienen lugar alrededor del piano de cola y la soltura para servir vasos de whisky los mantiene a pura farra. Los hijos son jóvenes y llevan amigos y los más grandes y los más viejos se vuelven una sola generación alrededor del piano y del bar. La vida es feliz y no falta nada.
Ese fin de semana lo había pasado en la casa de los Huergo. Yo apenas los conocía, pero eso no quería decir nada, porque todo se volvía muy llevadero en compañía de ellos. Me habían pedido el extraño favor de que viajara a Córdoba desde Buenos Aires llevándoles una gran cantidad de dinero que no podían hacer llegar y que tenían urgencia de tenerla. Por tal motivo yo había estado de apuro en una joyería del Once hablando en código con unas personas desconocidas que finalmente me dieron un bolso lleno de billetes, algo así como veintemil dólares.
Directo al taxi y al aeroparque y al avión y al remis que me dejó en la mansión de piedra del Ingeniero Huergo y familia.
La situación era poco común, pero a mí me daba felicidad ese viaje de veinticuatro horas con una misión bien frugal y expeditiva, me hacía sentir como una mafiosa magnate de primer nivel.
Después de la bienvenida con traspaso de dinero y del tradicional asado del domingo salí a dar una vuelta por los alrededores y descubrí una pileta también de piedra en un desnivel del frondoso jardín autóctono de otros tiempos.
Subí al cuarto que me habían prestado y me puse la malla para nadar. Me zambullí en el agua fresca y al poco rato descubrí que tenía compañía en la piscina. Era la presencia del ingeniero que a cara mojada parecía otra persona, más algo y menos algo que antes. Tuve una sensación extraña, a pesar de no estar haciendo nada fuera de lugar, pero su inesperada aparición me causo tensión y salí del agua.
La pieza asignada era en el altillo de la mansión y allí pasé la noche calurosa del verano con poca ropa y la ventana abierta para que el viento pudiera correr. A la mañana temprano me llevaron al aeropuerto.
Pocos días después un llamado del ingeniero en mi celular me ofrecía tomar una copa en la Recoleta. Era una invitación que no podía rechazar en este esquema de posibles puntas laborales. Nos juntamos en un bar y luego pasamos al restaurante de la misma cuadra. Pronto sospeché estar siendo parte de una situación que no había contemplado; el restaurante con su luz tenue parecía envolvernos y al trato con los camareros funcionábamos como una pareja donde yo era una parte muy joven y él no.
El mozo nos sugería ocupar la mesa en el sitio más resguardado, como si el ingeniero con su mirada complaciente le estuviera rogando privacidad a mis espaldas.
Al momento del postre mi supuesta percepción se hizo realidad cuando él levantó del recipiente la cuchara con una frutilla bañada en crema y quiso que yo la comiera de su mano. Lo hice pensando que era peor tratar de frenarlo, pero intenté no tener ningún ademán erótico y mastiqué bien fuerte rompiendo toda posibilidad de magia sensual.
El ingeniero finalmente aseguró mis sospechas contándome cómo aquel domingo había custodiado mis sueños desde la escalera que daba al altillo, mientras yo dormía él se desvestía por la excitación que le causaba mi cuerpo casi desnudo enredado entre las sábanas.
Ahora era un hombre con precisas intenciones frente a mí, quería mostrarse un hombre enamorado cuya finalidad era convencerme de que una relación entre nosotros era posible.
Sus relatos caían sobre la mesa como un abanico de perversiones sin medir.
Había salido de su casa al alba en el Audi negro y manejado hasta Buenos Aires a 160 km. por hora, la música suave y brasilera lo hacía imaginarme estirada sobre el piano de cola de su sala.
Quería preservar esta doble vida que se mecía entre su feliz familia de las sierras y su universo de fiesta de hotel con salmón rosado y champagne de la que pretendía hacerme parte.
Quería ofrecerme todo en oposición a su vida corriente.
Moría por presentarme entre los otros, aquellos con los que mantenía alguna charla eventual en el lobby para que supieran que él quizás era el próximo en tocar con sus manos gruesas y calientes mi jovencísimo cuerpo blanco.
miércoles, 24 de diciembre de 2008
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