sábado, 13 de diciembre de 2008

El viejo cine Lara

Estaban en Plaza Mayor pagando la cuenta. En la mesa el tema había girado en torno a la vida y obra del director, al guión y a la adaptación de esa película de culto de la que Carlos sabía todo lo existente y con la que cada tanto repetía el mismo ritual, sentarse en la vieja butaca del cine Lara con su cajita de maní con chocolate, mientras se relamía por entender de pé a pá el sentido y el mensaje del admirado film.
Esta vez como galardonado por su regocijo llevaba del brazo a una linda presa hembra, nada menos que la eminencia de la canción romántica de la época, Lolita.
Para Carlos era un orgullo andar con Lolita, sobretodo en aquellos lugares bien impuestos en las buenas costumbres de la sociedad de Buenos Aires, donde todos se codeaban cuando los veían pasar.
Le gustaba comer con ella en Plaza Mayor porque los mozos lo trataban también a él como a la gran cosa. Carlos estaba creído en esos momentos, aunque no eran muchos, y aunque al rato el hechizo se acabara y él tuviese que volver a su vida doble de marido triste y de matrimonio desmoronado.
Igual esos momentos con Lolita nadie se los sacaba. Justo en esos días sus pensamientos giraban en torno a lo popular que ésta relación se le estaba volviendo, más no sea entre los mozos del restaurante, y temía que en el momento menos pensado pudiesen ser captados por la cámara de algún detestable paparazzi y todas las culpas caerían sobre él y su infidelidad.
No acababa de tener un mediodía fácil, su cabeza no podía evitar pensar en los pros y en los contras de ser simplemente Carlos, así sin cuestionamientos.

Eran cuatro cuadras hasta Avenida de mayo, cuatro cuadras sombrías de después de mediodía, cuatro frías cuadras de digestión lenta y nervios cuando una puntada en la boca del estómago lo sacudió para no dejarlo.
Porqué ahora?, _se lamentaba Carlos. Justo ahora! en el apogeo del día ésta puntada!
A veces sospechaba del alto porcentaje de culpa con la que cargaba y se tendía a sí mismo trampas que lo volvían zapallo en un segundo.

Pudo sacar las dos entradas, algo podía aguantar. Tampoco era cuestión de mostrarse así en crudo, dejar tan de golpe su masculinidad y su glamour, pero no daba más, debía reconocer que tenía que ir al baño justo cuando empezaba la película. Anunciarle a Lolita que en el preciso momento en que comience el film él estaría sentado en el inodoro. Se encontraría minutos después liberando las partes atrapadas entre los pantalones y el cierre, dejando volar la carga de gases en el habitáculo azulejado, mientras en la pantalla el león de la Metro daba el comienzo de lo que él se iba perdiendo. No le quedaba otra, tenía que pasar por esto, y luego otra vez ser el que podría feliz acurrucarse en el hombro de su amor y susurrarle las conclusiones filmográficas tantas horas pensadas.

Carlos abre la puerta del baño casi de un golpe, pero entre el apuro y los nervios no llega a soltar el botón del pantalón y tampoco a sentarse, por lo que antes de tiempo empiezan a resbalarse sobre su piernas sus contenidos desperdicios que mojan, manchan y huelen, todo al mismo tiempo. Como puede se acerca a la pileta y rústicamente lava el pantalón y las medias que se acaba de sacar, mientras con la pierna desnuda que está más cerca de la puerta traba como puede para que nadie entre justo en ese momento, en el que se pasea por el baño como vino al mundo mientras en la sala llena de público su amor se estará preguntando por él, o en porqué no viene, o en qué le habrá pasado, o se levantará a buscarlo y bajo las exigentes órdenes de la presencia femenina alguien entrará y lo encontrará envuelto entre sus prendas abarrotadas de olor.
Carlos está perdido. Tiene la misma sensación que en su vida de todos los días. Las dos posibilidades en las que se debate siempre, que lo encuentren o poder controlar la situación para conservar su posición.
Por suerte un halo misterioso se cuela en el baño y su cabeza comienza a pensar con cierto orden y decide pedir ayuda. Pero al asomarse al único que divisa es al boletero que no le lleva el apunte pese a todas sus mímicas desesperadas, no lo escucha porque está del otro lado del hall del viejo cine Lara, allá atrás de tantos metros de mármol y molduras, hasta que una señal casi final lo hace reaccionar y alertar al acomodador que está más cerca de Carlos, apenas a unos pasos, parado al lado de la puerta de la sala que contiene a la pantalla, a la película, a la mujer que fue con él hasta ahí y a todos los que no pueden enterarse de que está desnudo y tan sucio.
Del Carlos del que sólo se ve su cabeza asomada tras la pesada puerta vaivén sale un grito casi de socorro:
_Un balde con lavandina señor!, por favor!_No! no puede pasar, estoy desnudo!, tuve un inconveniente!
El acomodador se deja llevar por los ojos desesperados del raro cliente de la cara que asoma y consigue el balde aliviador.
Carlos lava las prendas y se las vuelve a poner mojadas y sale de su propia película.
Se mete en la sala y a tientas recorre las butacas hasta que logra sentarse al lado de Lolita, escondiendo sus olorosas manos bajo sus muslos agitados.
No quiere estar más sentado en la butaca, lo que realmente quiere es convertirse en topo y salir de la sala hasta la calle por un agujero que encuentre en el piso, o sino querría que una fuerza centrífuga haga centro en él y se lo chupe.
Pero Lolita, que está abstraída en todo lo demás, como si nada le dice:
_Carlos!, olés a semen! ¿en dónde estabas?

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